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De arte se aprende mirando. La historia, la teoría y las cronologías ayudan, y cuanto más firmes estén en nuestras cabezas, mejor. Pero si uno no tiene relación directa con las obras, no puede decir que verdaderamente sepa o le guste el arte. Ahora bien, como la mayoría de nosotros no somos ricos y nos es imposible visitar el Louvre y al día siguiente plantarnos en el Prado, la National Gallery o el Hermitage de San Petersburgo, hay que suplir esto de alguna manera. Lo segundo mejor que uno puede hacer es mirar buenas reproducciones para tener una guía visual, además de intelectual, que le permita moverse con más soltura por el fascinante mundo del arte.
La verdad es que me compadezco de los antiguos estudiantes de arte, esos que sólo podían acceder a pesados libros en los que no había más que unas pocas fotografías en blanco y negro. Esa carencia de imágenes se podía suplir si uno vivía en una ciudad con museos y galerías, pero el que no tenía ese privilegio debía de adquirir una imagen algo fantasiosa de lo que era el arte de verdad, fuera de los textos de los libros. ¡Lo que hubieran dado aquellos estudiantes por la facilidad que ahora tiene cualquier estudiante o aficionado para acceder a imágenes! Ante tanta proliferación, sin embargo, también hace falta cierto sosiego para apreciar lo que se tiene delante.
A pesar de las grandes ventajas que ofrece internet, creo que esta labor de aprendizaje estético siempre es más efectiva si se mira un libro en vez de una pantalla de ordenador, por la sencilla razón de que un libro nos exige mayor concentración. Aunque sólo sean reproducciones, mirarlas con detenimiento nos hará apreciar mejor las obras. Los libros monográficos son, en este sentido, una buena herramienta para el aficionado: como es imposible poder ver en un mismo lugar todas las obras de un artista, las monografías se vuelven especialmente útiles. A falta de las obras, y hasta que uno pueda verlas en directo, un libro que reúne lo más significativo de un artista le dará a uno una visión general de su evolución plástica.
En Parkstone, nuestra particular Art Gallery recoge algunos de los nombres más importantes de la Historia del Arte, abarcando sus obras respectivas con muy buenas reproducciones. Este compacto estuche contiene diez libros de pequeño formato dedicados a sendos genios de la pintura. Abarca desde el Renacimiento (Leonardo da Vinci, Rafael, Miguel Ángel) hasta el Impresionismo y Posimpresionismo (Monet, Renoir, Van Gogh), pasando por el Barroco y el Romanticismo (Rubens, Velázquez, Goya, Turner). Como se suele decir de las recopilaciones, no están todos los que son, pero, sin duda, son todos los que están.
R.C.G.
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Vincent van Gogh es una de esas figuras que ha traspasado todas las fronteras hasta convertirse en un icono, un puesto privilegiado que está al alcance de muy poca gente. En el mundo del arte, creo que sólo Picasso está a la altura del pintor holandés en términos de popularidad. Incluso es posible que desbanque al español en cuanto al número de calendarios de pared que se le dedican. Hay otros artistas muy queridos por el gran público –Gauguin, Chagall, Dalí, Warhol– pero el halo de Van Gogh brilla con más fuerza porque, además de santo, fue mártir.
Van Gogh es el perfecto artista romántico: medio loco, incomprendido y suicida. Esa visión fue sin duda la responsable de su imparable auge a lo largo del siglo XX, hasta situarlo en los más altos puestos de las subastas. “Cuando el burdo estereotipo del ‘artista loco’ retrocedió”, escribió Robert Hughes, “fue reemplazado por algo aún más tóxico: el artista como un incontinente rey Midas que no podía tocar nada sin volverlo ridículamente caro y, por tanto, artísticamente insignificante”. Como bien sabemos, en arte, cantidad no siempre equivale a calidad. En el caso de Van Gogh, sin embargo, esta aclaración no es necesaria, pues se trata de uno de los artistas más importantes del arte contemporáneo. Quizá por eso mismo su celebridad resulta un estorbo, a veces literalmente, en las salas abarrotads de los museos, para apreciar serenamente su figura.
Quizá por no ser un expresionista, o por serlo antes de tiempo, Van Gogh fue el mejor expresionista. El que se adscribe a un grupo, con las creencias colectivas que ello conlleva, tiene en cierto modo condicionada su obra de antemano, y lo más probable –si es que es un buen artista– es que la etiqueta se le quede pequeña muy pronto. A pesar de su casi enfermiza identificación con Gauguin, Van Gogh se dedicó a ser Van Gogh, y de ahí que su obra sea una de las más reconocibles de todo el arte occidental. No hay pintor anterior a él –y muy pocos posteriores– que volcaran su personalidad sobre sus obras de una manera tan dramática y conmovedora. La potencia que irradian sus cuadros no tiene por qué ser el reflejo de una inestable salud mental. Yo creo que se puede entender perfectamente como la obra de alguien que se dedica muy seriamente a su trabajo, vertiendo sobre él sus fuertes convicciones morales y religiosas. Van Gogh demuestra que hasta unas botas viejas pueden ser trascendentes.
Las modas son caprichosas, y de la misma forma que Van Gogh subió como la espuma puede desinflarse como un globo. Como uno ya no es tan inocente, sabe que eso dependerá de las leyes inescrutables del mercado del arte. Van Gogh es un gran punto de partida para empezar a analizar lo que sucede en el mundo exclusivo de las subastas, aunque esa discusión ocuparía varios artículos. Van Gogh también da pie a preguntarse qué habría pasado si no hubiera muerto tan precozmente. Quién sabe: igual que sufrió tanto en vida por su nulo reconocimiento, quizá tampoco hubiera llevado bien no poder andar por la calle por miedo a ser asaltado por fanáticos seguidores pidiéndole autógrafos.
La National Gallery de Londres está dedicando ahora una exposición a los famosos Girasoles de Van Gogh, uno de los iconos del icono. Para ver esta y otras obras maestras, puedes hacerte también con nuestra monografía, con muchas y muy buenas reproducciones.
Rubén Cervantes Garrido.
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